ATA EL TESTIMONIO.
“Ata el testimonio,
sella la ley entre mis discípulos.” (Isaías
8:16)
Los niños exploradores de mi época, cuando hacían una buena
acción, por ejemplo ayudar a una anciana a cruzar la calle, ataban su pañoleta.
No hay quien no lleve atado a su corazón alguna experiencia de amor puro en la
infancia, como cuando un grupo de niños encontró una billetera botada en la
calle y uno de ellos, el hijo del carabinero, exclamó: “¡Hay que entregarla en
la comisaría!” Fue un hermoso acto de honradez originado en una buena educación
moral. La bondad, la pureza, ese amor ingenuo de la infancia, es preciso
rescatarlo. No digo que un niño esté exento de maldad pero esa edad es como un
pozo del cual podemos extraer lo mejor de nosotros porque aún el alma no ha
sido totalmente contaminada con el egoísmo, la envidia, la ambición y todos
esos males que cargamos los adultos.
Esta frase de Isaías me toca hondo porque nos invita a atar
lo más preciado por un creyente: el testimonio de que Dios es real y existe un
mundo espiritual más allá de este universo concreto que tanto nos amarra y
limita. Ese otro universo, espiritual e ilimitado, habitáculo de seres
angélicos, desde donde la Divinidad comanda todas las cosas es más rico y
placentero que este mundo contaminado por la injusticia y la maldad humanas.
Los creyentes tenemos la vocación de dar a conocer esa supra realidad.
La ley del amor, propia de un Maestro misericordioso que
consuela al atribulado, sana al enfermo, abraza al leproso, sonríe al triste,
perdona al que yerra, da fuerzas al cansado, comprende al que es diferente,
escucha al dolorido, levanta al humilde, enseña al ignorante, en fin ama a
todos por igual, es un sello indeleble en el corazón de Sus seguidores.
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